La historia de la humanidad bien podría ser una de terror.
Sin ir muy atrás en el tiempo, baste recordar hechos como la aniquilación de culturas nativas de la América invadida por Europa, bajo el argumento de salvarlas; el ataque al saber y lo diferente manifestado en la muerte de Giordano Bruno en la hoguera, condena a Galileo Galilei y la quema de libros discordantes con el nazismo; el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón y el uso de napalm en Corea y Vietnam; o las masacres del crimen organizado, las ejecuciones extra judiciales perpetradas por instituciones del Estado y los feminicidios en el México guadalupano.
Esas historias aterrorizan porque demuestran la crueldad única del animal humano, capaz de convertir el dolor, la sinrazón e impunidad en herramientas del poder.
Empero, hay otros narraciones que sobrecogen y son construidas por los individuos haciendo uso de sus más grandes y crueles instrumentos de tortura: la conciencia de su temporalidad y capacidad de introspección.
Uno de esos episodios lo protagonizó Justino, hombre de edad madura que habitaba en un desarrollo urbano de interés social, donde era conocido por su afabilidad y vida alejada de conflictos mayores. Nadie de sus vecinos sabía exactamente cuál era su ocupación, pero todos aseguraban que era un ciudadano honesto.
El último capítulo de la serie de su vida comenzó a vivirlo frente al espejo colocado arriba del lavabo que apenas encontró sitio afuera del baño de su casa. Ese día, mientras observaba el reflejo de sus ojos que no lloraban porque estaban tapados de tristeza y arrepentimiento, trató de verse por dentro, pero le fue imposible. Necio hasta cuando estaba a solas con él mismo, bajó la mirada y abrió la boca lo más que pudo, pensando que tal vez así podría atisbar sus adentros.
Una y otra vez distendió la mandíbula para luego intentar con mayor fuerza parecerse a un cocodrilo, aunque en su caso este tendría piel delicada e instintos acotados. El desenlace de estos ejercicios fue lo esperado en toda vida: lo inesperado.
No supo cómo entró a ese lugar y tampoco le interesó saberlo, aunque sí reconoció la imprudencia de abandonar el placer de la ilusión e ingresar a la insoportable realidad. Como no podría ser de otra manera, poco a poco sus ojos se adaptaron a la penumbra del túnel en el que transitaba rodeado de olores fétidos y salpicado por espesas mucosidades de tonalidad amarillenta a las que, de vez en cuando, se añadían breves, pero quemantes chisguetes de ácido que hacían olvidar el pavor causado por continuos rugidos de procedencia desconocida.
Sabía que avanzaba en ese túnel debido a que cada vez era mayor el espacio que la escasa luz cedía a la abundante obscuridad, pero, sobre todo, porque por las órdenes del miedo los vellos de sus brazos se erizaban.
“Cuando creas estar en el abismo, asómate al precipicio”, fue la frase cuasi célebre de un seudoescritor que recordó en el momento que sintió un picotazo en su cabeza, de la que surgió lo que parecía una fuente similar a la de las ballenas cuando respiran, sólo que en este caso, en vez de agua, fluía sangre. Eso fue lo de menos cuando una nueva agresión lo obligó a mirar el despegue de un buitre, que como si fueran serpentinas desplegaba en el aire las circunvoluciones que le acababa de arrancar del cerebro.
Esa frase descriptiva de la realidad de muchas personas volvió a manifestarse cuando, pintado de rojo obscuro, intentó huir de una jauría de hienas salivantes que lo derribó e hizo tener la certeza de su inminente muerte. Lejos de cumplirse tal presagio, cedió el paso a algo peor: ni una sola mordida recibió y sí fueron muchos los trazos sobre su humanidad que debió admitir de las lenguas de esa especie carroñera, convertida ahí en hematófaga.
Sentir en su cara el calor del aliento nauseabundo de esos animales, así como percibir el fino paseo de agudos colmillos en su garganta, nada eran ante el ardor que sentía en las heridas de su cabeza acicateado por la contaminada saliva de sus agresoras, que poco después desaparecerían tan inexplicablemente como llegaron a la escena. Continuaría el camino empapado en la tibia sangre de su cuerpo y malolientes secreciones salivales de las hienas.
A excepción de la ruta al Paraíso, todo trayecto emprendido por el hombre es finito. La tímida luz que empezó de nuevo a iluminar sus pasos lo guio hasta un espejo que no tardó en identificar como el que estaba sobre el lavabo de su vivienda. Poco había ya que cuestionar en este viaje a un mundo donde el pánico y las pesadillas formaban parte de la normalidad.
Conforme se acercaba al espejo crecía la intensidad de la iluminación y disminuía su frecuencia cardíaca y sudor de manos. Al distinguir claramente su figura, acercó poco a poco el rostro a la superficie reflejante, vio de nuevo el pesar de sus ojos, abrió lentamente la boca para hacer el intento de observar otra vez el interior de su ser, la cerró queriendo sonreír, volvió a abrirla lo más que pudo y, finalmente, hizo contacto con el material que enviaba de regreso su imagen.
Todo lo demás ocurrió en fracciones de segundo. Desesperado, buscó asirse de cualquier cosa, sus piernas ofrecieron toda la resistencia que pudieron, el desasosiego se tragó sus gritos y la última manifestación de su conciencia fue de arrepentimiento por haber deseado verse por dentro.
Los únicos recuerdos que quedaron en la casa de Justino fueron unas cuantas manchas de sangre y algunos restos de tejido cerebral encima del lavabo.
Nunca se supo si fue él quien se devoró o si el espejo lo engulló. En cualquier caso, es recomendable evitar la visión de culpas y pecados, porque depreda a los hombres.