Hace algunos años, en un momento de debilidad o fortaleza, como usted prefiera considerarlo, busqué el consejo de un amigo.
—Rodrigo, tengo un problema —le dije con aires de sinceridad, seguro de que su inteligencia y sentido común arrojarían esperanza sobre mí.
—¿Uno?… ¡Tienes como mil! —fue su respuesta lejana a mis expectativas y cercana a mi cotidianidad.
Recuerdo tan simple se precipita sobre el teclado de mi computadora a propósito de estos días de terror, por supuesto no el de la deliciosa fantasía del regreso de los muertos, sino el que motiva la diaria lectura de noticias.
¿Mi miedo sólo obedece al creciente problema de seguridad nacional que representan las guerrillas extendidas en todo el territorio nacional, con fines más próximos a la opresión que a la justicia social? ¡No!, diría Rodrigo, pues ese y muchos otros motivos aparecen en este amanecer en el que, como resulta evidente, desperté optimista.
¿Me atemoriza entonces la hegemonía de Morena y la Reforma Judicial, por ejemplo? La respuesta es sencilla: si alguien me va a invitar a una marcha “prianista” o a inmolarme para defender a jueces y ministros, de una vez le digo que ese día estaré ocupado.
Mi gran temor lo inspira el demonio que habita en un país donde la educación y el debate de las ideas ceden su espacio para el avance de la hegemonía de la nueva casta en el poder. La verdad deja de serlo cuando tiene dueño y es condenada a permanecer inamovible.
Hoy dudo hasta de los ideales revolucionarios de mi juventud cuando recuerdo la sentencia del pensador, no del sacerdote que fue mi tío Martín, cuando en mi niñez explicó lo que era una “revolución”, definiéndola como el proceso mediante el cual la porquería de arriba intercambia su lugar con la de abajo.
No era conservador, respetaba a quien fuera símbolo por excelencia en México de la Teología de la Liberación, el obispo Sergio Méndez Arceo, y consideraba a varios ex presidentes del PRI como máximos representantes del latrocinio institucionalizado. En el fondo, las palabras de mi tío Martín señalaban que la naturaleza humana es imperfecta, tanto, que puede mentir a sí misma y traicionar sus propios anhelos.
¿Las ideologías son capaces de purificar y transformar a los seres humanos? ¿Decirse humanista es invitación para comprobar en los hechos la congruencia de quien lo expresa o mero recurso mercadotécnico de este?
No es que quiera presumir, pero si algo tiene lo que me queda de cerebro es su perseverancia: siempre ha sido caótico.
Intento entonces razonar, nuevamente, acerca del objetivo de la formación del Estado y del ejercicio de gobierno, sea cuales sean sus posiciones ideológicas, y relaciono el tema con la graduación de la Quinta Generación de la Academia de Bomberos de Nuevo León, a la que tuve el honor de asistir el sábado.
Advertido el lector acerca de mis neuronas proclives a la anarquía, retomo fragmentos del texto de la toma de protesta realizada en ese acto solemne, donde, paradójicamente, encontré similitudes en el deber ser de las instituciones y del trabajo de los servidores públicos, lo que pondría fin a mis preocupaciones:
“¿Están dispuestos a trabajar y capacitarse durante todo su vida para evitar un solo instante de dolor en quienes tenemos el privilegio de proteger siempre?
“¿Reconocen que sobre diferencias sociales, étnicas, religiosas, económicas o cualquier otra etiqueta que pretenda hacerlos distintos, los seres humanos son iguales en esencia, por lo que a todos se debe servir sin distinción de ninguna clase?
“¿Juran entonces convertir el amor a su carrera y a la humanidad en la más firme motivación para cumplir, en todo momento y lugar, con su deber de contribuir a salvaguardar la vida y las propiedades?”.
Contestar desde la cúpula del poder, con el corazón y vocación de los egresados de la academia bomberil nuevoleonesa, traería, por lo pronto, tranquilidad para muchos mexicanos.